Después de una noche de insomnio, de mirar la lámpara y escuchar el viento golpear la contraventana, me levanté a pegar la oreja en el tabique que me separaba del cuarto de los vecinos. Silencio, de esos silencios que no presagian nada bueno por que lo que ocurría al otro lado se manifestaba todos los días con ruidos, golpes, arrastrar cosas, llantos. Un silencio inquietante que me ponía de los nervios, más si cabe que aquellos ruidos diarios. Me acerqué a la puerta de la entrada a mirar por la mirilla, no había nadie en el descansillo de la escalera; miré el reloj, las siete y media, era pronto, me daba tiempo a desayunar mis tostadas con mermelada y un café cargado.
Los tacones de Angelina, mi vecina del piso de arriba, se habían adelantado, no era normal que madrugase, quizás presagiaba algo y se iría pronto al trabajo o a dar un paseo, quién sabe.
Los Sánchez, los del A últimamente apenas se les veía, pasaban por la escalera o por el ascensor como alma en pena, se habían convertido en unos seres casi invisibles, se achicaban y miraban con ojos huidizos. Los del B cada vez que me cruzaba con ellos me saludaban negando con la cabeza sin mirar de frente.
El café estaba más fuerte de lo habitual, no lo había suavizado con azúcar, era igual aunque me pudiese alterar, total una alteración de nervios quizás me viniese bien.
El mejor traje que tenía me lo había planchado la tarde anterior, la corbata y camisa a juego estaban impecables, los zapatos lustrosos, me quedaba vestirme escuchar y esperar.
Los ruidos sordos, los lamentos convertidos en susurros implorantes, salían desde el otro lado de la pared como casi todos los días. Pegado a la pared olía a Adela como si la tuviese a mi lado, su mirada me imploraba con aquellos ojos castaños que irradiaban compasión, el corazón me empezaba a latir con fuerza cuando el silencio se convirtió en algo físico, pesado. Me fui a la puerta a mirar por la mirilla, serían menos del minuto lo que tardarían en salir, primero ella, abatida, con alguna que otra señal, seguida por aquel hombre aparentemente amable.
Me repasé en un momento el traje, la corbata, los zapatos, cuando sentí la puerta de ellos abrí la mía en el momento en que ella pasaba por delante de mí, me miró y yo la sonreí, él detrás con ese aire de suficiencia, hombre Pedro qué tal, le dije y le clavé el cuchillo hasta la empuñadura partiéndole el corazón.