Ayer fue un día nefasto, de esos que no das pie con bola, que interpretas todo mal, que además dormiste inquieto, de esos días para recordar.
Lo primero a las ocho de la mañana, que es cuando normalmente me despierto, como toda persona de bien. Me voy al váter, es lo que todo el mundo hace o por lo menos me parece. Nada más abrir la habitación me doy cuenta que no veo bien, es como una bruma que opaca las cosas. Dios, estoy medio ciego, la vejez total ya está aquí, la ruina absoluta, es lo primero que pienso, voy tanteando por la pared hasta encontrar la puerta del váter, palpo el interruptor de la luz que parece como si lo hubiesen cambiado de sitio, me miro en el espejo y me veo una cara diluida, difuminada, blanquecina, parecida a la de un fiambre en la mesa de disección. No grito de espanto para no despertar a nadie y además para demostrarme que ante tal fatalidad soy capaz de enfrentarme solo al desastre, soy un hombre curtido en mil batallas. Lo primero que pienso es no despertar sospechas, que nadie se entere de la tragedia, la casa la conozco al dedillo, podré simular la falta de visión sin que nadie lo note. Me siento en la taza del retrete porque tengo necesidades imperiosas que no se pueden postergar, meto la cabeza entre las manos a punto de darme lástima de mi mismo y llorar a moco tendido, me sobrepongo ayudado por una explosión de alivio que desprende un olor que me despeja o me atonta, ya no se. Tanteo el bidé que está junto a la taza y me aseo con esmero, acto mecánico que no disminuye la congoja que está a punto de volverme a hundir, eso de ser un hombre casi se ha desvanecido. Me repongo para enfrentarme con valentía al espejo y esa cara difuminada, al ver mi imagen reflejada no está tan opaca como en la primera mirada, parece que por el lado derecho de la frente y el ojo se va y viene la nitidez. Abro el grifo y me lavo la cara con energía hasta ponerla colorada, lo veo rojo o medio rojo, aclarándose,sin opacidad.
Coño, no me había quitado las legañas.
Y así me fue el día.
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